En “Diario Educar. Tribulaciones
de un maestro desarmado”, Constantino Carvallo comparte una reflexión que para
este contexto es bastante pertinente. Observa que cada vez que se ha encontrado
con un alumno que ha transgredido alguna norma y ha sido cuestionado sobre sus
motivos para actuar de dicha forma, se ha topado con un silencio sepulcral, con
una incapacidad para decir la razón de la sinrazón.
No debe ser fácil, ni siquiera
para un adulto, decir el por qué de una transgresión así como no debe ser fácil
para nuestros alumnos explicar por qué usan la agresión y la violencia en sus
relaciones interpersonales. Tampoco debe ser fácil para un chico que es abusado
en su escuela decir por qué motivos es precisamente él quien sufre de esas
agresiones.
Pero de lo que sí estoy seguro es
que quien abusa ha escuchado varias veces que la violencia no es aceptable, que
es motivo de castigo y que no se puede aceptar ese comportamiento en el
colegio. En ocasiones, cuando he conversado con algún alumno que ha mostrado
transgresiones a alguna norma de convivencia me ha servido ubicar su
comportamiento en un ámbito ajeno a la escuela. ¿Te has puesto a pensar que te
pasaría si hicieras esto mismo pero en la calle?
En esos momentos ocurre un
silencio. Creo que es un silencio distinto al que ha observado Carvallo. Creo
que este silencio es de quien ha descubierto que la violencia es más un riesgo
para él mismo que una transgresión a la norma.
Por eso a veces es difícil hablar
de bullying. Porque hacemos incidencia en la convivencia, en la preocupación
por el otro, en la empatía cuando lo que nos muestra un comportamiento violento
es precisamente la incapacidad de ver más allá de uno mismo.
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